miércoles, 23 de febrero de 2011

Souvenirs

Pensar y recordar son dos cosas fáciles de acomodar. Y es que entre tantos recuerdos de esos dos días, ¿qué recuerdo elegir? ¿Qué es lo que se lleva las palmas como lo mejor que pasó en ese lugar?

Podría recordar Notre Dame y sus gárgolas, guardianes eternos de la ciudad. O que tal el puente Nuevo con sus anécdotas y su sabor a los tres mosqueteros. El atardecer en los jardines de Tullerías, con la Torre incendiándose al ritmo de los colores del cielo. Puedo hablar de la señora de las palomas que con sus poderes hacia que comieran literalmente en sus manos y en nuestras cabezas, o en ese desayuno “francés” de pan y queso con aceitunas en el camellón frente al Moulin Rouge.

Como olvidar el Louvre inmenso, que tuvimos que recorrer a paso veloz al final para decir que pasamos por todo, y aun así nos faltó. Caminar de la mano por Campos Elíseos y tomar un té dentro la tienda de discos sacada de nuestras fantasías, con comic de Narcos a la francesa incluido.

Sé que a ti como a mí el recordar al señor que hacia crepas en la calle nos arrancará una sonrisa toda la vida. Tantas como a mí me arrancan sonrisas recordar la incapacidad de los franceses para imprimir un archivo, o a ti recordar como en un alarde de habilidad rompí ese frasco de mermelada.

Pensar en el tráfico horrendo que nos hizo perder el avión y que de inmediato nos hizo recordar lo peor de nuestras respectivas ciudades mexicanas. El metro y las calles y edificios que tanto nos hacían pensar en sus símiles nacionales, La Gare du Nord y nuestro primer roce con tierras francesas, vivir a unos pasos de Montmartre y ver la ciudad desde lo alto de la cúpula, mientras contenía la respiración y otras cosas. Contemplar las calles de noche sentados en La Madeleine, dejándonos llevar por los clichés que la ciudad luz es capaz de generar.

El elevador, ¡cómo olvidarlo! Allí aprendimos el real significado de la palabra “claustrofobia”. Estar tumbado justo debajo de la Torre Eiffel para sacarte esa foto, y contemplar después el juego de luces. El paseo nocturno en camión y sobre todo ese vaivén entre silencio y plática que tanto he llegado a extrañar.

Creo que de todo eso y de lo de más que se me olvida, lo que más recuerdo y más me llena es haber tenido a mi lado a la persona perfecta con quien poder compartir la experiencia. Alguien a quien poder decirle “¿ya viste?” o poder exclamar un “wow” que cada 5 minutos  repetíamos y terminó por convertirse en nuestra palabra mágica.

Pienso y recuerdo todas esas cosas, pero el haberlas compartido con ella, supera cualquier cosa que pueda decir al respecto.

viernes, 18 de febrero de 2011

Entrenar y Extrapolar

Mucha gente de repente tiene la necesidad de tener uno. Quizá sea solo por gusto, o por el puro amor al género, o sencillamente por no querer estar solo(a), pero hay gente que gusta de incorporar a su vida la agradable y fiel compañía de un perro.

Escogerlo siempre conlleva ciertas dificultades. Eso de que de la vista nace el amor no siempre es tan inmediato, y más cuando la persona en cuestión es la que debe cargar con la decisión de escogerlo. ¿Qué atributos buscar? ¿Te dejas guiar sólo por la apariencia externa? ¿Tiene ojitos soñadores? ¿Te gusta su pelo? ¿Grande o chiquito? ¿Jovencito o ya medio maduro? Desde allí ya de entrada se tienen las primeras dificultades.

Vamos a suponer que una vez que entraste en la tienda, después que sobreviviste valientemente a las miradas de todos (todos se quieren ir contigo, recuerda), al fin cruzaste la mirada con el que para ti era el ideal. Obviemos cual fue la razón final, pero fue suficiente como para iniciar esa relación que ya desde ese momento supones de mucho tiempo. Haces lo propio para obtenerlo y llevarlo a casa y después de los primeros gritos y besos y suspiros, queda definitivamente instalado como alguien destinado a ocupar un lugar en tu corazón. Y es allí donde empieza lo bueno.

Transcurridos los primeros días de idilio y reconocimiento mutuo comienzan los problemas. Que el animalito de la creación ya mordió los muebles, que ya se encargo de abonar la sala de la casa, en resumen, que no hace lo que uno quiere que haga por más gritos y periodicazos que se le den. Después de las peleas preliminares y después de darte cuenta que el sujeto en cuestión salió más rebelde que tú cuando no querías comerte las verduras, empiezas a pensar en una solución más de raíz: El adiestramiento.

No se ustedes, pero si yo fuera perro (wait!), la sola palabra me causaría terror. Pero por desgracia, ellos no tienen ni la más remota idea de lo que les espera, a tal grado que, confiados en que su querido compañero(a) es incapaz de causarles daño alguno, van sin más resistencia que la que siempre acostumbran poner.

El espectáculo de un perro en entrenamiento es sinceramente deprimente. Y es que se busca por todos los medios posibles (castigando en la mayoría de las veces) que el pobrecillo aprenda a que lo único que puede hacer es obedecer. Es donde hace aparición la dichosa cadena que, cual esclavo remando en una galera, jamás podrá quitarse por sí mismo. Y esa cadenita milagrosa es la que hace que el perro aprenda a sentarse o dar la patita, porque no hacerlo es equivalente a recibir un jalón que no deja mayor opción. Es donde comienza la transformación. El otrora juguetón y travieso can se transforma en un animal soso y pusilánime que puede ser mangoneado literalmente por cualquiera, que se queda acostado con la mirada perdida pero que en cuanto siente que alguien toca la cadena se pone en guardia para ver que quieren de él, no por obediencia, sino para que no lo lastimen.

Quizá todavía peor que los entrenadores o los dueños son las personas que les gusta ver como los entrenan. En serio, parece que gozan con ver el patético estado de los pobres animales. Pueden quedarse horas viendo como poco a poco doblan su voluntad hasta que cual autómata aprende a echarse cuando una mano se lo indica. Incluso el niño más monstruoso y malcriado puede pasarse jalando la cadena con todas sus fuerzas hasta casi ahorcar al animal sin que nadie haga otra cosa que sonreír. Casi puedo imaginar que piensan para sus adentros: “¿no que no te dejabas?”

Al final del entrenamiento, el dueño(a) no puede estar más feliz. A cambio del dinero que desembolsó ha obtenido una creatura perfectamente maleable, obediente y ciega a lo que guste hacer con él.  Ahora podrá llevarlo a casa feliz sin temor a que rompa cosas o que se ponga a ladrar sin que haya tenido que invertir su valioso tiempo en decirle que no. Una versión moderna de esclavitud, solo que sin personas ahora.

Yo sé que no pasa así en todos lados (espero) ni que la crueldad sea el común denominador del entrenamiento, pero cada quien habla como le va en la feria y a mí eso es lo que me ha tocado observar.

Y ya si de plano andamos muy aburridos, puede usted querido(a) lector(a) extrapolar todo esto que les cuento a cualquier relación humana/amorosa. No va encontrar muchas dificultades.