lunes, 28 de noviembre de 2011

Present Tense

El camino que iniciara en Alpine Valley terminó en el Foro Sol.



Con él, me dejó un montón de anécdotas, amistades, desvelos, uno que otro enojo, algunas decepciones, muchas más alegrías y, por sobre todas las cosas varios días en los que el tema principal y la música de fondo fue cortesía de una de mis bandas fundamentales.

Tomé fotos, sí. Hay grabaciones de los conciertos en video y música, también. Pero difícilmente se compara a todo lo que quedó grabado en mi corazón durante esos días. Eso es algo personal, intimo, muy difícil de describir con palabras si es que quisiera hacerlo, y sobre todo algo a lo que sólo yo puedo darle la importancia debida en mi línea de vida.

Este concierto en particular fue una experiencia nueva en todos los sentidos. He visto al grupo 6 veces, tres en este año y aun así tuve la sensación que tuve de verlos por primera ocasión. Mucho ayudó compartirlo con gente que es entrañable para mí y con quienes  ya era casi una obligación moral vivir este evento.

No puedo sentir nostalgia ni tristeza ahora que el concierto pasó. No puedo sencillamente porque es una experiencia más en mi vida que deja huella no en el pasado sino hacia el futuro. El concierto pasó, cierto, pero las vivencias, las emociones y sobre todo las personas están allí para hacerme más agradable la vida.

La vida sigue y ciertamente hay más cosas buenas por las qué vivir además de Pearl Jam, y eso es algo tremendamente cierto. Pero sin ellos y sin las consecuencias que deja la vida hubiera sido algo más gris. La colección de recuerdos y vivencias crece, y si bien el camino ya terminó, eso no quiere decir que las cosas buenas murieron con él.

martes, 22 de noviembre de 2011

Verde y azul

O azul y verde, el orden es lo de menos, siempre es igual. Existe una clara división, Azul arriba y verde debajo, o a veces intercalándose, pero siempre trazando una línea entre uno y otro.

No importa la época del año, si amanece o está cayendo la noche. No importa si es otoño o primavera o cualquier estación, ya que ese concepto aquí no existe. Todo el tiempo es una constante transición entre uno y otro, cómo si el Sol hubiese decidido quedarse siempre aquí, abandonando a su suerte al resto del mundo.



¿Qué tiene de impresionante ese paisaje? Ni yo mismo lo sé. Lo único que sé es que desde niño me sentía atrapado en ese alucinante oleaje en tierra firme. Lo recuerdo perfectamente aunque aún podría decirse que fueron sueños, pero recuerdo muy vívidamente esas madrugadas en las que estaba con el frio calándome los huesos y sin dormir pero sin perderme ese espectáculo increíble que era admirar el paisaje desde un vagón de tren. El enervante aroma del café que vendían los que yo llamaba maquinistas - que en realidad sólo eran vendedores – iniciaba con la magia del momento. Con mis padres y mis hermanas aún dormidos podía darme el lujo de comprar uno de esos cafés y con él en mano salirme a donde se unían los vagones, por donde estaban las escaleras para ascender. Una vez allí era sólo cuestión de esperar.

En unos momentos conforme avanzaba la mañana el tren comenzaba a extraviarse entre cerros y montañas de la sierra Michoacana. Entre árboles, ríos y lagos mi imaginación se perdía. Me imaginaba árboles gigantes arrancándose sus propias raíces y que corrían desaforados hasta que los veía fijamente y quedaban petrificados en su lugar nuevamente. La magia duraba durante toda la mañana, hasta que mi muy preocupada madre corría a meterme de nuevo en cintura y en mi asiento de tren.

Si bien los trenes y mi infancia desaparecieron, la magia de ese increíble paisaje no ha desaparecido. Sí, Uruapan ya no es ése pueblito de tejas de cartón ni casas de adobe, pero uno puede seguir perdiéndose entre la vegetación del parque nacional, ver hacia arriba y encontrar un impecable y precioso cielo azul, a veces interrumpido por una que otra mancha blanca. O tomar la carretera libre a Pátzcuaro y darse cuenta que el paraíso aun existe, al menos para mí, y que tiene nombre y ubicación.

Mucho de mi propensión a la soledad tiene que ver con ese crecimiento. Por un afortunado accidente matemático mi familia siempre fue un número impar, lo que obligaba a uno de sus integrantes a viajar solo y ese integrante siempre fui yo. Y siempre preferí viajar sólo, pegado a mi enorme ventana de tren a platicar con la gente. Cuando me convertí en adolescente y los trenes degeneraron en autobuses siguió igual, sólo que ahora podía musicalizar el viaje a mi gusto. Incluso cuando la familia ya no era impar por las bodas de mis hermanas, aún así exigía siempre mi ventana.



Ahora, de nueva cuenta impar, ya que soy yo sólo el viajante de mi familia, sigo atrapado en la impresionante lujuria que se da en el ambiente. Verde y azul siguen coloreando mis visitas al paraíso, presentándome un ambiente difícil de recrear en palabras. Hay cosas que no deberían cambiar y ésta afortunadamente no lo ha hecho aún. Recemos porque siga así.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Un año

Un día como hoy, pero del ya remoto 2010 empecé con este asunto. En esos momentos aún estaba desorientado, triste, muy lastimado pero con la certeza de que podría poco a poco levantarme. Me sentía ante todo esperanzado en que había recuperado la que para mí siempre fue la mejor forma  de expresar mis sentimientos: escribiendo.

Las cosas han cambiado desde la última vez que rodó el mundo. De cuando escribí esa primera entrada a la fecha me he convertido en una persona independiente, que ha aprendido a arreglárselas sólo en prácticamente todos los aspectos de una vida. He cumplido metas y sueños, no he podido hacer otras, me he sentido alegre, me han decepcionado, he llorado a veces por la soledad que me invade para después comprenderla y agradecerla de muchas formas. He viajado, quizá no tanto como me gusta. Me he abierto a muchas cosas que antes no haría y he tratado de gozar más las que ya hacía.

Aún tengo leves fantasmas del pasado acosándome, pero su presencia ya no causa estragos. Al contrario, comienza a arrancarme ciertas sonrisas, o corajes, o hasta alegría y gracia de ver el estado en el que me encontraba y compararlo con mí ser actual. Quizá me he vuelto más huraño y tosco que antes, pero al mismo tiempo he socializado aún más. He conocido gente increíble y he hecho grandes y geniales amistades. Creo que eso es lo que me ha dejado más satisfecho y contento en este tiempo. Poder encontrar gente con gustos afines, que comparta una canción de nuestro grupo favorito o una buena botella de vino. Que su plática sea interesante y que tengamos nuestras diferencias y que tengan el cariño suficiente como para hacerme ver mis errores.

Las cosas han cambiado, creo que para bien. Me puedo dar por satisfecho por lo que cabe a este año de escritura, pero no me puedo conformar con las metas a las que he llegado. Me falta más. Necesito más. Y creo que mientras conserve las ganas de seguir conociendo nuevas cosas y nuevas personas y no me estanque en la comodidad de lo conocido podré decir que puedo seguir creciendo.

Y gracias a todos los que de alguna inexplicable forma son lectores asiduos de este experimento burdo de escritura. A todos los que me han dado sus críticas y comentarios. No saben lo que significa para mi saber que dedican un rato de su tiempo a leer las tonterías que salen de esta cabecita loca. Así como en un principio, todos siguen siendo bienvenidos y les agradezco por ser compañeros de viaje en esta aventura de letras electrónicas.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Bitácora de vida - Morelia

En la central de autobuses de Morelia, esperando el autobús para Uruapan.

Morelia es una ciudad hermosa. Extrañamente es la segunda vez apenas que la visito. Algo raro si se toma en cuenta que Michoacán es algo así como mi segunda tierra. Habrá que regresar con mas tiempo, ya que en un día no pude recorrer todo lo que se merece.

Ahora en unos minutos voy a la que es la ciudad de mis amores después de la Ciudad de Mexico: Uruapan. Es la primera vez que viajo sólo allí en todai vida y eso me da cierta nostalgia de mi infancia y todas las veces que he estado allí.

Ya veremos que es lo que pasa.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Rojo no necesariamente quiere decir Alto

El paso del frio de la calle a lo cálido del interior me convence para quedarme. Camino hacia el lugar, pequeño, acogedor como todos los que he visto aquí, con la diferencia que no está lleno de turistas en búsqueda de diversión ni de locales bebiendo. Es extraño porque desde que estoy aquí todos los lugares por los que paso si algo les sobra es gente.

Al fondo, una pantalla de televisión me da la respuesta. ¿Un juego de fútbol americano? ¿Pero si es de noche? De pronto recuerdo que no estoy ni remotamente cerca de casa y que la diferencia es la suficiente como para que lo que allá veo de día aquí se vea de noche. Es domingo y por vez primera tengo una referencia clara no sólo de en qué día estoy, sino también tengo algo que me conecta con esa rutina de la cual he estado escapando.

Pero llevo demasiado tiempo de pie en la entrada y mis divagaciones comienzan a verse algo extrañas. O quizá no, aquí deben estar acostumbrados a excentricidades mayores que las de un tipo parado en la entrada confundido y un tanto apenado. Sin más voy directo a la barra, dándome cuenta que es otra cosa más que jamás antes había hecho. ¡Bien!, pienso, una cosa más de esas a la colección.

Una chica, europea más no holandesa, atiende del lado opuesto de la barra. Platica con una amiga suya mientras se dedica a buscar entre sus discos. A mi lado, un señor extrañamente de traje e igualmente no holandés bebe una cerveza mientras mira distraído el juego. Es curioso ver en el monitor la luz del sol mientras que en las calles la noche se rompe con la infinitud de aparadores con luces rojas y mujeres apenas vestidas bailando y repartiendo besos.

La chica, que al parecer encontró lo que buscaba y se dio cuenta de su nuevo cliente pregunta en un perfecto inglés sacado de la isla si deseo algo. Como me toma entre una nueva transición entre el partido y las ventanas rojas sólo alcanzo a pedir la misma cerveza que mi vecino. Él quizá se da cuenta, pero está más ocupado en sus asuntos que en los míos. Yo estoy aún también en los míos.

Como si fuera imán, los aparadores siguen llamando mi atención, quizá más que después de haberlos visto de cerca. Más cerca de lo que cualquiera que me conozca pudiese pensar, pero ¡qué diablos! Afuera cual catálogo para el pecado uno puede realmente perderse con la variedad. Prácticamente no hay tipo ni estilo que no se ajuste a los gustos de cualquiera, es cuestión de elegir y vencer ese miedo sempiterno a dar el paso. Algo que por cierto no les cuesta ningún trabajo a los buenos habitantes de la ciudad.

Llega mi cerveza y con ella la chica, a quien después de un torpe “gracias” en inglés y una mirada rápida puedo darme cuenta que es bastante guapa. Sí, ¿por qué no? Pero, ¿Cómo inicias una plática? Ella me da la respuesta. Pone el disco que buscaba mientras recordaba México y las ventanas rojas y comienza una canción harto conocida para mí. Ella y yo al parecer tenemos la edad suficiente para conocer a Chris Cornell, así que sobre lo que platicamos es sobre ese cover de Led Zeppelin. Al parecer mi vecino tiene la edad suficiente para conocer sobre Zeppelin así que trata de unirse a una conversación que, si bien no dura mucho, si es lo suficiente como para darme cuenta que uno puede hacer ese tipo de cosas fácilmente. Con el hándicap de que la plática no es en tu propio idioma.

La cosa obviamente no pasó más allá. Tres o cuatro cervezas más tarde salía del lugar nuevamente hacia lo frio de la calle, con una nueva amiga en el bar y pensando nuevamente en las luces rojas que al parecer no descansan ni en domingo y sin importar la hora. Sin embargo camino contento y satisfecho de ver que al fin, el tabú de pensar que las luces rojas significan alto ha quedado bien atrás.

martes, 1 de noviembre de 2011

Ámsterdam lindo y querido (Sin Vanesa)

Lo primero que se me viene a la mente es estar parado esa noche en la salida de la estación de trenes de Ámsterdam. La vista de la ciudad y su ritmo me quitó todo rastro de temor que pudiera tener en esos momentos y ante sus brazos abiertos no hice otra cosa más que dejarme abrazar.

Y es que esos tres días en Ámsterdam me demostraron una vez más lo divertido que es hacer las cosas solo. Lo verdaderamente emocionante no siempre es hacer las cosas más alocadas, sino más bien aquello que nunca has hecho y de grado o por fuerza debes hacer.

Y las cosas empezaron de la manera más chusca que uno pueda imaginarse. Uno empieza a hacerse los proyectos más locos y de repente se da cuenta que hizo todo el largo trayecto hasta las Europas sin una simple y sencilla toalla. ¿Qué difícil puede ser comprar una toalla? En México sin duda ninguna, pero ¿en Holanda? ¿Dónde demonios se compra? Ya era demasiado tarde para invocar de vuelta a Vanesa, por lo que así fue cómo en la vagancia de esa primera noche solo en Europa mi principal objetivo era comprar una toalla. Como fuera y del tipo que fuera. Al menos me sirvió para ubicar tiendas de varios tipos y orientarme por los barrios de allá, pero la toalla ni sus luces. Recursos de desesperación, tuve que conformarme con una toalla pequeñita de esas que se usan para la cocina, que me salió en no sé cuánto por ser souvenir. Ahora me arrepiento de no haberme llevado conmigo hasta el final la dichosa toalla, ya que quedo extraviada en algún lugar perdido de Paris, pero digamos que fue divertido mientras duró.

A pesar de ser una ciudad relativamente chica, no le quita el nombre de ciudad y con todas sus consecuencias. De día pude perderme por sus calles, recorrer a pie y en barco sus canales. Encontrar un mercadito de chucherías me alegró el corazón, conocer la casa de Rembrandt y la de Ana Frank, si bien esta última me dejó el trauma en flor de piel al ver todo lo que un ser humano es capaz de hacer para sobrevivir al tiempo de ver lo que otro ser humano es capaz de hacer para quitarle la vida a otro.

Tiempo de hablar en inglés sin tener respaldo y puedo decir que lo hice decentemente. Mi prueba de fuego llegó justamente en la fila del museo de Ana Frank, cuando una familia de hindús se me acercó a preguntarme en un inglés espantoso para qué era la fila de la cual era miembro. Yo en un inglés horrible y achilangado traté de explicarles la historia de la niña Ana y sus desventuras. Después de ese desencuentro cultural en el cual creo que cada parte se fue mentando madres en sus respectivos y añorados idiomas yo ya me sentía listo para todo.

Más o menos la vista saliendo de la estación. ¡Cualquiera de ustedes se sentirían emocionados!

Si bien de día el propósito fue visitar y revisitar museos de Ámsterdam, de noche la diversión era casi obligada. Lo digo porque el único día en el que el cansancio me hizo irme a dormir relativamente temprano al hostal, tuve que soportar la compañía de varios gringos pasados por alcohol y marihuana que jamás dejaron de hablar de las pendejadas que esas cosas te hacen decir. Es así como me volví uno de tantos caminantes nocturnos que recorren las calles del Red Light District, y como todos ellos viendo una y otra vez a las bellezas que adornan el camino desde sus aparadores con luces rojas. Fue el tiempo de sacar el fotógrafo que llevo dentro y de entrar a los bares que abundan en esas calles. Placeres sencillos si ustedes quieren, pero cosas que uno disfruta solo y que tienen un placer especial cuando uno está solo en medio de gente que ni lo conoce y que ni habla el mismo idioma. Fue justamente en uno de esos bares donde, entre el repasar lo que había pasado en el día y pensar lo que haría después, la aventura europea no sólo tomó forma, sino que me dio una buena idea de cómo debería continuar.