martes, 22 de noviembre de 2011

Verde y azul

O azul y verde, el orden es lo de menos, siempre es igual. Existe una clara división, Azul arriba y verde debajo, o a veces intercalándose, pero siempre trazando una línea entre uno y otro.

No importa la época del año, si amanece o está cayendo la noche. No importa si es otoño o primavera o cualquier estación, ya que ese concepto aquí no existe. Todo el tiempo es una constante transición entre uno y otro, cómo si el Sol hubiese decidido quedarse siempre aquí, abandonando a su suerte al resto del mundo.



¿Qué tiene de impresionante ese paisaje? Ni yo mismo lo sé. Lo único que sé es que desde niño me sentía atrapado en ese alucinante oleaje en tierra firme. Lo recuerdo perfectamente aunque aún podría decirse que fueron sueños, pero recuerdo muy vívidamente esas madrugadas en las que estaba con el frio calándome los huesos y sin dormir pero sin perderme ese espectáculo increíble que era admirar el paisaje desde un vagón de tren. El enervante aroma del café que vendían los que yo llamaba maquinistas - que en realidad sólo eran vendedores – iniciaba con la magia del momento. Con mis padres y mis hermanas aún dormidos podía darme el lujo de comprar uno de esos cafés y con él en mano salirme a donde se unían los vagones, por donde estaban las escaleras para ascender. Una vez allí era sólo cuestión de esperar.

En unos momentos conforme avanzaba la mañana el tren comenzaba a extraviarse entre cerros y montañas de la sierra Michoacana. Entre árboles, ríos y lagos mi imaginación se perdía. Me imaginaba árboles gigantes arrancándose sus propias raíces y que corrían desaforados hasta que los veía fijamente y quedaban petrificados en su lugar nuevamente. La magia duraba durante toda la mañana, hasta que mi muy preocupada madre corría a meterme de nuevo en cintura y en mi asiento de tren.

Si bien los trenes y mi infancia desaparecieron, la magia de ese increíble paisaje no ha desaparecido. Sí, Uruapan ya no es ése pueblito de tejas de cartón ni casas de adobe, pero uno puede seguir perdiéndose entre la vegetación del parque nacional, ver hacia arriba y encontrar un impecable y precioso cielo azul, a veces interrumpido por una que otra mancha blanca. O tomar la carretera libre a Pátzcuaro y darse cuenta que el paraíso aun existe, al menos para mí, y que tiene nombre y ubicación.

Mucho de mi propensión a la soledad tiene que ver con ese crecimiento. Por un afortunado accidente matemático mi familia siempre fue un número impar, lo que obligaba a uno de sus integrantes a viajar solo y ese integrante siempre fui yo. Y siempre preferí viajar sólo, pegado a mi enorme ventana de tren a platicar con la gente. Cuando me convertí en adolescente y los trenes degeneraron en autobuses siguió igual, sólo que ahora podía musicalizar el viaje a mi gusto. Incluso cuando la familia ya no era impar por las bodas de mis hermanas, aún así exigía siempre mi ventana.



Ahora, de nueva cuenta impar, ya que soy yo sólo el viajante de mi familia, sigo atrapado en la impresionante lujuria que se da en el ambiente. Verde y azul siguen coloreando mis visitas al paraíso, presentándome un ambiente difícil de recrear en palabras. Hay cosas que no deberían cambiar y ésta afortunadamente no lo ha hecho aún. Recemos porque siga así.

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