martes, 1 de noviembre de 2011

Ámsterdam lindo y querido (Sin Vanesa)

Lo primero que se me viene a la mente es estar parado esa noche en la salida de la estación de trenes de Ámsterdam. La vista de la ciudad y su ritmo me quitó todo rastro de temor que pudiera tener en esos momentos y ante sus brazos abiertos no hice otra cosa más que dejarme abrazar.

Y es que esos tres días en Ámsterdam me demostraron una vez más lo divertido que es hacer las cosas solo. Lo verdaderamente emocionante no siempre es hacer las cosas más alocadas, sino más bien aquello que nunca has hecho y de grado o por fuerza debes hacer.

Y las cosas empezaron de la manera más chusca que uno pueda imaginarse. Uno empieza a hacerse los proyectos más locos y de repente se da cuenta que hizo todo el largo trayecto hasta las Europas sin una simple y sencilla toalla. ¿Qué difícil puede ser comprar una toalla? En México sin duda ninguna, pero ¿en Holanda? ¿Dónde demonios se compra? Ya era demasiado tarde para invocar de vuelta a Vanesa, por lo que así fue cómo en la vagancia de esa primera noche solo en Europa mi principal objetivo era comprar una toalla. Como fuera y del tipo que fuera. Al menos me sirvió para ubicar tiendas de varios tipos y orientarme por los barrios de allá, pero la toalla ni sus luces. Recursos de desesperación, tuve que conformarme con una toalla pequeñita de esas que se usan para la cocina, que me salió en no sé cuánto por ser souvenir. Ahora me arrepiento de no haberme llevado conmigo hasta el final la dichosa toalla, ya que quedo extraviada en algún lugar perdido de Paris, pero digamos que fue divertido mientras duró.

A pesar de ser una ciudad relativamente chica, no le quita el nombre de ciudad y con todas sus consecuencias. De día pude perderme por sus calles, recorrer a pie y en barco sus canales. Encontrar un mercadito de chucherías me alegró el corazón, conocer la casa de Rembrandt y la de Ana Frank, si bien esta última me dejó el trauma en flor de piel al ver todo lo que un ser humano es capaz de hacer para sobrevivir al tiempo de ver lo que otro ser humano es capaz de hacer para quitarle la vida a otro.

Tiempo de hablar en inglés sin tener respaldo y puedo decir que lo hice decentemente. Mi prueba de fuego llegó justamente en la fila del museo de Ana Frank, cuando una familia de hindús se me acercó a preguntarme en un inglés espantoso para qué era la fila de la cual era miembro. Yo en un inglés horrible y achilangado traté de explicarles la historia de la niña Ana y sus desventuras. Después de ese desencuentro cultural en el cual creo que cada parte se fue mentando madres en sus respectivos y añorados idiomas yo ya me sentía listo para todo.

Más o menos la vista saliendo de la estación. ¡Cualquiera de ustedes se sentirían emocionados!

Si bien de día el propósito fue visitar y revisitar museos de Ámsterdam, de noche la diversión era casi obligada. Lo digo porque el único día en el que el cansancio me hizo irme a dormir relativamente temprano al hostal, tuve que soportar la compañía de varios gringos pasados por alcohol y marihuana que jamás dejaron de hablar de las pendejadas que esas cosas te hacen decir. Es así como me volví uno de tantos caminantes nocturnos que recorren las calles del Red Light District, y como todos ellos viendo una y otra vez a las bellezas que adornan el camino desde sus aparadores con luces rojas. Fue el tiempo de sacar el fotógrafo que llevo dentro y de entrar a los bares que abundan en esas calles. Placeres sencillos si ustedes quieren, pero cosas que uno disfruta solo y que tienen un placer especial cuando uno está solo en medio de gente que ni lo conoce y que ni habla el mismo idioma. Fue justamente en uno de esos bares donde, entre el repasar lo que había pasado en el día y pensar lo que haría después, la aventura europea no sólo tomó forma, sino que me dio una buena idea de cómo debería continuar.

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