Los que me conocen saben que soy un nerd irredento, que me
gusta leer todo y sobre cualquier tema y que me gusta aprender cosas que
muchas veces no tienen nada que ver con lo que hago profesionalmente hablando.
Esa forma de ser nació por culpa de
una serie de televisión.
Tendría unos 6 o 7 años, cuando por uno de esos felices
accidentes en la vida, mis padres y mis hermanas veían en la tele algo que
realmente me llamó la atención. No, no eran caricaturas ni las sempiternas
novelas, lo que veía era a un tipo de traje caminando por la playa o algo así,
hablando cosas y más cosas. De pronto, cuando empezó a hablar sobre el
universo, sobre la creación de la tierra y nuestro origen, simplemente me atrapó. No podía creer lo
que estaba viendo.
Creo que ver Cosmos de Carl Sagan me transformó de una forma
que jamás alcanzaré a dimensionar. Si bien después de ese momento mi sueño de
volverme astrónomo jamás sucedió, si me sembró la semilla de aprender. Me hizo
comprender que había un infinito de cosas más allá de las puertas de mi casa y
me hizo desear conocerlas. Por eso cuando hoy, más o menos 30 años
después que ese niño solitario y huraño vio ese programa, el ahora ya adulto
solitario y huraño que vio la nueva serie de Cosmos se sintió conmovido una vez más.
No sólo por el hecho de recordar todo lo que sentía hace años, sino porque
recordé y agradecí todo lo que he vivido y aprendido para llegar a donde estoy.
Cuando me contaron sobre lo que trataba la película “Her”,
no pude más que burlarme de ella. ¿Un tipo que se enamora de la voz de su
celular? ¿Qué Siri ya se volvió tan convincente que no podemos resistirnos a
ella? Llámenle morbo, interés, o que no tenía nada mejor que hacer, pero al
final fui a ver la película. Salí impactado como pocas veces he sentido.
Y es que no sólo comprendí la premisa: Un tipo que se
enamora del súper sistema operativo con inteligencia artificial (con voz de Scarlett
Johansson, razón suficiente esta para enamorarse), sino que me sentí plenamente
identificado con Theodore Twombly (interpretado genialmente por Joaquin
Phoenix) y su forma patética/solitaria de vivir.
La escena que realmente me hizo cambiar papeles con Theodore
fue casi al inicio de la película: él, acostado en su cama, entra a una especie
de chat comunitario donde se buscan contactos con mujeres. Vamos, un latinchat
del año 2050, por así decirlo. De pronto encuentra un contacto que le llama la
atención y comienza a tener lo que parecería una sesión cualquiera
de sexphone,
hasta que la situacuón se torna un tanto extraña. Lo más raro de todo llega al
final cuando, después de que la chica logra su orgasmo, sin más termina la
llamada, dejando al buen Theodore igual de solo y un poco más traumado. ¿Por
qué me llegó tanto la escena? Porque eso es lo que pasa en la realidad y a mí
me pasó muchísimas veces.
Me hizo recordar las épocas en las que era un adolescente
confundido que se enfrentaba por primera vez en su vida al internet y sus
interacciones. Jamás olvidaré la sensación de vértigo que me dejó estar en una
sesión de chat junto a mi amigo Abraham por primera vez en mi vida. Era la
primera de innumerables veces que me desvelaba frente a una computadora y esto
fue un impacto que también dejaría su huella en mí. Recuerdo mucho lo vívidas y reales que eran
esas primeras ocasiones frente a un teclado. En ese entonces no había tantas
inseguridades y miedos de platicar con extraños como lo hay ahora, así que era
muy fácil encontrar a una persona que quisiera estar contigo en la charla y, si
tenías suerte, que esta te pasara su número de teléfono para seguir con la
plática en vivo. Y sí, ciertamente, algunas de esas pláticas se tornaban más subidas de
tono. Y también, como puedes imaginártelo ya, querido lector, prácticamente
todas las veces que esto pasaba me sucedía exactamente lo que al buen Theodore.
Cuando vi esa escena quedé sorprendido e identificado.
¡Claro! Eso es perfectamente plausible, ¡eso sucede en realidad! A partir de
ese momento vi cómo todo lo que le sucedía a nuestro buen protagonista era
comprensible para mí. La forma en la que llevaba sus relaciones con mujeres, el
momento en el que comienza a engancharse con Samantha (su sistema operativo) y,
sobre todo, la forma en la que termina la historia, fue algo que, cosas más o
menos, a mi me habían sucedido. De repente me di cuenta que la historia no
necesariamente podía suceder en el futuro, era algo que a cualquiera en estos tiempos podía
haberle pasado. De pronto se volvió en una alegoría de esos “amores” dónde la
persona con la que interactuabas perfectamente podía ser no un humano, sino un
ente programado con inteligencia artificial.
Hemos crecido con una idea fundamental: El amor es para
siempre. Cuando estamos enamorados, especialmente en nuestras primeras
experiencias, juramos con sangre que
nuestro amor nunca morirá, al contrario, que se hará más y más grande conforme
se dé la convivencia, y terminaremos para siempre con aquella persona que ha
querido conocernos más allá de lo que normalmente vemos.
Pero, ¿qué pasa si la persona de la que estamos enamorados no
sólo no cree en esa idea, sino que le pone un plazo fijo donde, una vez
alcanzado, el amor morirá? Y peor aún, que no deja de recordarte que, tarde o
temprano, dicho plazo se cumplirá.
Más o menos esa es la trama de “El amor dura tres años”, obra
del escritor francés Frédéric Beigbeder, donde nos relata, desde una perspectiva
en primera persona, cómo el protagonista amarga su vida mientras cree
firmemente en su postulado.
Quizá la trama no pueda parecer muy interesante y al final
el libro parezca obra de algún despechado más, pero para mí en lo personal, encontrarme con esta obra fue un madrazo seco y contundente a mis, en ese entonces todavía, abiertas
heridas. Y es que esa frase, el amor dura tres años, era una de las que una de
mis exnovias usaba conmigo, un poco en broma y un mucho en serio.
Yo siempre había creído en el amor como algo por lo que se
debe luchar, sufrir y, al final, ser recompensado. Y también había creído que
era algo en dos vías. And in the end the love you take is equal to
the love you make, dirían The Beatles. Pero, si de
repente, la mujer que ustedes aman no deja de repetirles una y otra vez que el
amor es un proceso químico que se desgasta a los tres años, ¿no les deja una
sensación de vacío?
Lo peor de todo es que tú terminas creyéndolo. Busqué en ese
entonces en internet todo lo relacionado al tema y me terminé encontrándome con
muchos estudios que, palabras más palabras menos, confirmaban la teoría. Me obsesioné
con el asunto y al final, como el protagonista del libro, terminé por temer que
la cuenta regresiva llegara a su final. Llámenlo trágico u obra del azar, mi
relación como pareja con ella duró desde abril de 2007 hasta Julio de 2010. 3
años y 3 meses.
Ya antes he contado sobre esa relación en este blog. El
porqué terminó fue una decisión mía que ya era necesaria por el bien de mi salud,
tanto mental como física. Duré bastante tiempo tratando de levantarme después
del desgaste emocional que viví en todo ese tiempo, así que obvio en lo último
que quería pensar era en las cosas que ella me decía. Fue un día como cualquier
otro que estaba paseando por alguna librería que me tope con el libro y donde
vino el madrazo del que les hablaba antes. No puedo explicarles lo que sentí
cuando lo tomé y leí tanto el título como la reseña. Creo que no lloré pero si
me deprimí bastante porque me recordó los peores momentos de un episodio al que
trataba de ponerle punto final. Compré el libro en automático y lo dejé
arrumbado en mi casa, sin tocarlo ni abrirlo si quiera, pensando que algún día
podría tener el valor de leerlo.
Y ese día llegó un par de años después, cuando se me
apareció de repente en la mudanza. Hizo su aparición justo cuando comenzaba a
guardar mis libros para moverlos a mi nueva casa. La impresión de verlo de
nuevo no fue la misma que me causó la primera vez, pero si me dejo algo
emocionado porque lo había olvidado por completo. Obvio, lo aparté del resto y me
puse a leerlo de inmediato. Sentía que ya estaba preparado para poder enfrentar
mi historia a través de la de otro.
Es extraño. Mi vida es una cuestión rara que tiende a
repetir personajes, lugares y escenas todo el tiempo. Me he dado cuenta que
muchos eventos que he vivido son tremendamente cíclicos o muy relacionados.
Por ejemplo, que uno de los lugares que frecuentaba de adolescente se convertiría en la zona donde
trabajo, o que una de las calles que más me gustaba visitar y uno de los lugares
donde muy a menudo caminaba terminaría siendo mi casa. El asunto de que mientras leía el
libro “El amor dura tres años” fuera a ver la película Her y que, al día
siguiente de terminar el libro vi la repetición de uno de los programas que
marcó mi vida se me hizo algo muy de mí. Las cosas no suelen llegarme una por
una, sino que les gusta venirse en racimos y de repente complicar mis
sentimientos.
Tres cosas muy diferentes, que no tienen nada que ver una
con otra, pero que movieron demasiadas fibras sensibles en tan poco tiempo. Eso
siempre es algo digno de escribirse.