jueves, 3 de octubre de 2013

Los billetes rotos de la República Argentina


Muy rotos.
No sé muy bien si era porque estaba muy sensible (la noche anterior estaba muriéndome en mi propio vómito gracias a la comida del avión), o porque, en mi papel de observador, lo encontré como un detalle sumamente divertido, pero de verdad que me sorprendió escuchar a mis argentinos compañeros de vuelo aplaudir cuando el avión aterrizó. Vamos, no es que haya sido el aterrizaje más complicado de la historia (a mi me pareció bastante normalito) ni que hubieran sido todos niños emocionados que asistían a su primer vuelo, pero debo decir que sí me dejó un tanto confundido el notar que señoras, señores, viejitos y jóvenes por igual le dedicaban al piloto y copiloto una senda carretada de aplausos por cumplir con su labor. Bienvenido a la Argentina, me dije.

¿Con este calor? Con razón no vendes nada, che.
Y si ese detalle quizá pueda parecerles insignificante, querido lector, la verdad fue justamente el inicio del enfrentamiento que yo, como nacido en la muy noble Ciudad de México, tuvo con la cultura Argentina y, en particular, con la muy curiosa forma de ser del porteño bonaerense. La cuestión de los aplausos ni por asomo fue un hecho aislado: minutos más tarde, cuando nos enfrentábamos a una fila interminable que separaba nuestra libertad con el paso aduanal, una vez más, todos los argentinos presentes comenzaron a presionar a los trabajadores a base de estrellar sus palmas. Y esa forma de ser se repetiría en peleas entre automóviles, mientras veían la televisión, cuando tomaban mate sentados en alguna banca, en partidos de futbol (obvio) y, como pude apreciar con más calma, en conciertos musicales de toda índole.

Cuando se ven este tipo de manifestaciones uno entiende varias cosas: en México y varias partes de Latinoamérica a los argentinos los persigue una fama de escandalosos y presumidos (mamones, diríamos por acá) y creo que todo tiene una razón de ser. Los buenos argentinos tienden a expresar lo que sienten de una forma muy explosiva, que no deja lugar a dudas. Y les gusta que la gente vea que están expresándose, al grado de que suelen ser muy desinhibidos a la hora de hablar y, sobre todo, de reclamar. Al fin pude entender el porqué de los cacerolazos o por qué jamás dejan de cantar y armar desmadre en un estadio. También, en defensa de la República Argentina, debo decir que no son los que viven allá los mamones, creo que por lo general son los argentinos que salen del país los que le dan su mala fama.

Dulces sueños.
Buenos Aires es una ciudad que expresa a la perfección la forma de ser del bonaerense. A diferencia de nosotros, que vivimos (a la buena o a la mala) muy atados a nuestro doble pasado indígena/español, los argentinos viven la vida como si ellos no hubieran tenido ese trauma de infancia que fue la conquista y eso les quita bastantes inhibiciones. Además, viven con la impresión que son más europeos que americanos. La verdad no los culpo, el hecho de estar tan hasta abajo en el mapa los ha hecho tratar de expandir sus horizontes de alguna manera y eso se nota en sus calles y en su arquitectura. Sus edificios, principalmente los del centro, tienen un estilo propio que realmente te hace viajar en el tiempo. No muy altos, pero si lo suficientemente grandes para sentir la sombra a los dos lados de las calles estrechas y adoquinadas.

Caminar por Buenos Aires es una experiencia que me gustó. La ciudad no es tan grande, así que uno puede invertir todo el día para vagar sin rumbo y ver qué se encuentra. Caminar por Corrientes, o por la Avenida de Mayo, por 9 de Julio y sentarse a descansar viendo el Obelisco, o caminar por Costanera y dejarse llevar por el olor del choripán. Ver las famosas casas multicolores de la Boca y escuchar los tangos al fondo mientras se veo las increíbles cosas que se venden en San Telmo. Tomar fotos y recordar todos los pasajes literarios que la ciudad tiene. Por todos lados uno se acuerda de Borges, de Cortazar, de Sábato, de todos aquellos argentinos que han escrito sobre su ciudad. De pronto estar en la plaza San Martín y recordar alguna cosa que pasó por allí. O quedar encantado con los gatos del cementerio de la Recoleta y admirando sus tumbas, tratando de evitar a toda costa a los fanáticos de Evita.

Árbol/Estatua en San Martín
Uno también no puede dejar las mañas adquiridas y entrar a cada librería o museo que uno se encuentre. Mención especial merece El ateneo Grand Splendid, ese viejo teatro convertido en librería que tiene además la muy sana costumbre de cerrar hasta la medianoche (de madrugada en eventos especiales). Quizá mi trauma más grande fue que las grandes librerías de antiguo estaban cerradas por culpa de los días de asueto, pero aun así pude aumentar mi colección con varias cosas traídas desde allá. 

Casual
Buenos Aires es de esos lugares que uno necesita visitar más de una vez. No sé si regrese algún día, pero me encantaría responder un par de inquietudes que me quedaron. Mi aventura por allá casi termina en tragedia (me confundí de aeropuerto y tuve que recorrer de lado a lado la ciudad para alcanzar el avión) pero me llevo bastantes recuerdos y memorias agradables. Y sí, jamás dejará de intrigarme por qué los argentinos usan billetes tan remendados y rotos que parece que de un soplo terminarán por deshacerse. Eso sí no lo entiendo, ¡che!