No se muy bien de qué hablar, pero es una de esas noches en que, en vez de estar durmiendo, estoy disfrutando la oscuridad de la recámara, la música en mis audífonos y sobre todo, la paz que te da el estar solo.
No esta mal la compañía, jamás rehusaré una buena plática, pero siempre que lo tenga, gozaré poder sentirme a mis anchas, sin ese invisible pero sensible límite que te impone estar con más gente. Si, soné como un vil ermitaño, y sí, sonaré patéticamente contradictorio pedir soledad, justo cuando hace poco intentaba volver a tener pareja.
No es una idea tan encontrada: es mi necesidad de volver sobre mi mismo, sin la ilusión de pretender arreglar algo mal en mi vida o consolarme por algo. No, es esa necesidad de paz. Necesidad de saber que todo esta bien conmigo y que no necesito de nadie para lograrlo. Es esa independencia espiritual y sentimental que sólo el silencio, roto quizá por la música, te puede dar.
No es que no quiera compañía. No es que la necesite. Sí, quiero y me encantaría tener un alguien conmigo, pero no como una necesidad, sino más bien para compartir todo esto. Y quien sabe, quizá para poder ofrecerle un mejor yo.
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